¡Al unicornio se le ha caído su cuerno de leche!
Todas las mañanas se apartaba su flequillo de crin, buscaba su reflejo en las cristalinas aguas del río y se miraba la frente. Pero nada. No se apreciaba ni un bultito. ¡Ninguno de sus amigos había tenido que esperar tanto! Como mucho, a los nueve días, a todos les había aparecido un pequeño bulto. Pero a él, nada. Ni siquiera una puntita microscópica.
-Tienes que comer verduras de hoja verde y mucha gelatina de naranja – le decía su mamá.
Eso no era problema, porque al pequeño unicornio le encantaban las verduras de hoja verde, y también la gelatina de naranja. Así que comía espinacas, coles de bruselas y mucha, mucha lechuga. Y se hartaba a gelatina.
Pero nada, del cuerno permanente no había ni rastro.
-Tienes que tener un poquito de paciencia -le decía su papá.
Pero el pequeño unicornio no podía esperar. Día tras día, veía cómo a todos sus amigos, poco a poco, les iban creciendo sus cuernos permanentes, brillantes, cada uno de un color, y todos ellos preciosos. Porque los cuernos de leche son completamente blancos… ¡pero los cuernos permanentes pueden ser de muchos colores distintos! Azules, rosas, morados, amarillos… ¡incluso arcoíris! El pequeño unicornio imaginaba de qué color sería el suyo y eso le hacía impacientarse todavía más.
-Si todavía no sale es porque no tiene espacio para salir, ¡deja que vaya a su ritmo o te saldrá torcido! – de decía su mamá.
-Si tarda tanto, seguro que es porque será maravilloso -le decía su papá.
La idea de que su cuerno sería maravilloso impacientaba aún más al pequeño unicornio. Y así pasó un mes entero. En ocasiones sentía mucho miedo al pensar que nunca le saldría el cuerno permanente; otras veces se preguntaba si su cuerno sería feo o bonito y se ponía muy nervioso. Y mientras tanto no paraba de comer verduras de hoja verde y gelatina de naranja.
Hasta que una mañana, al mirarse en el remanso del río, el pequeño unicornio notó un bulto bajo su flequillo. ¡Ya asomaba su cuerno permanente! Cuando se acercó a averiguar de qué color era, quedó muy decepcionado: su cuerno era blanco. ¡No era justo! ¡Igual que su cuerno de leche! ¡Todos sus amigos unicornios tenían bonitos cuernos de colores, menos él!
El pequeño unicornio estaba muy triste. No quería salir a jugar y, cuando iba al colegio escondía la punta de su nuevo cuerno debajo de su flequillo de crin. Pero un día le había crecido tanto que era imposible esconderlo, sobresalía, imponente, entre sus crines. Cuando caminaba por el bosque, el pequeño unicornio notaba que todo el mundo le miraba, que cuchicheaban y se quedaban parados a su paso. Se fijaban en su cuerno. ¡Estaba muy avergonzado! ¡Odiaba su cuerno! ¡Se lo quería cortar y no verlo nunca más! Hasta que su mejor amiga, una unicornio de pelo blanco y cuerno azul y brillante se le acercó.
-Ohhhh, tienes el cuerno más espectacular y maravilloso que he visto nunca. ¡Es precioso!
El pequeño unicornio no entendía nada. Trotó hasta el remanso del río y lo que vio reflejado le dejó perplejo. ¡De su frente salía un precioso cuerno nacarado! Era blanco, sí, pero al reflejarse en él, la luz del sol producía brillos y tonos de distintos colores. ¡Era increíble! Jamás había visto nada igual.
-¿Ves? -le dijo su papá- ¡Las mejores cosas llegan en el momento justo! Y normalmente, suelen hacerse esperar.
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